24 octubre 2010

La paradoja Peretti



Llegar 7 minutos tarde al trabajo no era su mejor tiempo, pero sí una marca considerable.
Por primera vez en su vida y sin que sirviera de precedente, desechó la manida excusa del trafico y decidió enfrentarse a su jefe con total honestidad. Sin embargo, al verlo cruzar la puerta de la oficina, la cara de disgusto de su superior fue aún más acusada de lo que había previsto. Sus palabras no contribuyeron, precisamente, a tranquilizarlo: Peretti. Mi despacho. Ahora.

Cuando 23 minutos después salió disparado de la oficina, de la planta e, incluso, del edificio, Peretti seguía convencido de que le habían gastado una broma de muy mal gusto.

- Es usted demasiado mayor para trabajar aquí
- ¡Pero si sólo tengo 41 años!
- De eso nada, tiene 71. Se jubiló prematuramente hace 9 años con la excusa del burn-out y en recursos humanos casi nadie le recuerda. Tiene suerte de que tenga buena memoria, Peretti
- ¿Pero de que puñetas me está hablando?
- De que probablemente tenga síntomas de senilidad y crea que sigue trabajando para nosotros, pero se equivoca

Aunque Peretti hizo gala de todo su arsenal de lógica y pruebas identificatorias, nadie en toda la oficina fue capaz de creerlo. Todos, desde su jefe hasta sus compañeros, pasando por los recaderos polacos, le miraban con una extraña mezcla de condescendencia, lástima y desprecio. Y ya que la tiranía de la mayoría se había impuesto (incluso en un macarrónico “polacañol”), no le quedó más remedio que desistir.

Treinta minutos más tarde ahogaba su incredulidad y desesperación en una cerveza moderadamente fría. La camarera, tomándolo por un potencial alcohólico-kamikaze, calculó que sería una larga y productiva mañana.
Peretti, aferrado a la posibilidad de que su despertador nunca hubiera sonado y que todo fuera un mal sueño, escapó momentáneamente de sus rumias para recrearse en el muy apetecible trasero de la camarera. Ella, perfectamente consciente de aquella repentina subida de testosterona, contraatacó:

- ¿Mal día, eh?
- Habría que inventar una nueva palabra para describirlo. Surrealista se queda corta y...
- ¿No deberías estar en clase?- interrumpió
- ¿Cómo? ¿¡En clase!? Esta si que es buena. Si me has tomado por uno de tus profesores, niña, te equivocas
- Muy gracioso. Me refería a que tu deberías estar en clase como alumno, niño

Peretti palideció visiblemente, pero trató de disimularlo

- Oye, si lo de quitarme años es una estrategia peloteril para conseguir que consuma más, no va a funcionar. Y hoy menos que nunca
- Venga, ¿qué tienes? ¿18?¿20? Soy muy mala para echar años, especialmente, en esas edades tan tiernas...

Y en ese preciso momento, el huracán Peretti estalló. Cuando había convencido a los individuos de un radio de 50 metros que semejante explosión de furia sólo podía pertenecer a un histérico-paranoide, un repentino dolor en el brazo derecho interrumpió precipitadamente su discurso.

Lo siguiente que Peretti escuchó desde su limbo semi-inconsciente, fueron las confundidas voces de los enfermeros de la ambulancia.

- Yo le echo unos 50
- Pues su DNI dice que tiene 41 primaveras
- ¡Joder, pues que mal se conserva!. No me extraña que le haya dado un achuchón...

Peretti, repentinamente espabilado por aquel nuevo izquierdazo, intentó contestar, pero su pulso volvió a acelerarse hasta dejarle K.O. durante unos buenos 30 minutos.

15 tests negativos, 5 horas y 27 minutos más tarde, salía del hospital firmemente convencido de ser el protagonista de la nueva versión de Atrapado en el tiempo o El show de Truman. Posiblemente, ambas al mismo tiempo.

Sólo le quedaba una cosa por hacer antes de ceder a la locura colectiva; ir directamente a la fuente más fiable del mundo: su madre. Entonces, recordó que estaba de viaje por las islas griegas con su grupo del Imserso. Como segunda opción, llamó a su mejor amigo, pero tras comprobar repetidamente que su móvil estaba apagado/fuera de cobertura, recurrió, con frustración, a la tercera persona que mejor lo conocía en el mundo (u opción de emergencia número 3) su ex novia.

Inicialmente reacia a cualquier intercambio verbal y tremendamente distante y seca, la mujer aprovechó esta singular ocasión para transmitirle su particular “cosas que nunca te dije” antes de colgar bruscamente:

“Vivir contigo era como estar sentada en una estación sin saber cómo ni cuando iba a llegar el tren. Cada vez que la vida apretaba el botón de play o de ff en nuestra relación, aparecía ese adolescente hosco y temperamental que se sentía superado por el “nosotros”. En cambio, cuando viajábamos, hablábamos de política, de arquitectura, o de arte, era un hombre maduro el que ocupaba el puesto. Y había más, muchos más hombres empujándome a una especie de... poligamia oscilante. Aunque lo más desquiciante de todo, era que ninguno se quedaba demasiado y no había ningún horario de visitas al que aferrarse. ¡Era imposible vivir con varios hombres a la vez!”.

Aquel monologo fue más de lo que pudo soportar. Destrozado y cada vez más confundido, sintió el impulso irrefrenable de escapar de todo y de todos. Caminó sin rumbo aparente durante horas, hasta llegar a un parque que solía visitar en su infancia. Sentado en un banco mientras observaba jugar a los niños, Peretti fue abducido por un repentino ataque de nostalgia. Recordó a su difunto padre y la complicidad de sus mañanas de domingo, cuando ambos se sentaban en ese mismo parque a atiborrarse de chucherías, para luego comer frugalmente (o nada en absoluto) a la hora de la comida, a pesar de la exasperación in crescendo de su madre.
No le había echado tanto de menos desde que murió, hacía casi 30 años.

Y entonces, comenzó a llorar como no había llorado en toda su vida: doblado en postura fetal, la única en la que se puede llorar y dormir con total abandono. Una niña, conmovida, se acercó hacia él.

- Si dejas de gimotear, te invito al tiovivo
- ¿Qué?
- Tengo dos viajes. Mis padres siempre me lo compran todo a pares, ellos sabrán porqué...
- Eres muy amable, pequeña, pero creo que ya estoy mayorcito para esa atracción

La niña comenzó a reír con una risa tan cristalina, que lo desarmó. Echó sus largas trenzas hacia atrás, le apuntó con el dedo índice y espetó:

- Tú tienes 7 u 8 años como mucho, ¡no me engañes!

Y sin darle tiempo a replicar, lo arrastró de la mano hasta el carrusel para sentarlo en un elefante azul mientras ella se acomodaba en un caballito de mar.
La música estalló y la atracción comenzó a girar. Peretti, más allá de la incredulidad, la angustia y la frustración, observaba dar vueltas y más vueltas a todo lo que le rodeaba. Durante unos segundos, peleó con la nausea y el desproporcionado tamaño de sus piernas, hasta que se dio cuenta, con asombro, de que era él y no el tiovivo, lo que giraba sobre sí mismo hacia delante y hacia atrás, una y otra vez. Y supo, con inquietud y alivio al mismo tiempo, que en cualquier momento la música dejaría de sonar, dejándolo, provisionalmente, en un punto indeterminado de ese círculo...

15 octubre 2010

Lo que se puede guardar en un pañuelo



Mientras el cliente repetía por segunda vez “¡No tengo todo el día, joven!”, la dependienta pensaba que aquello iría directamente a su cuaderno de anécdotas.
Tan sólo dos minutos antes, un hombre mayor, impecablemente trajeado, había extendido sobre el mostrador un pañuelo de bolsillo que contenía 13 piezas de lo que originalmente había sido un teléfono móvil.

- Se cayó en plena carretera y un par de coches le han pasado por encima. ¿Puede arreglarlo?- increpó
- Bueno, pues...
- ¡Puede tocarlo, criatura! ¡No está usado!- insistió.

La chica, con toda la paciencia de que fue capaz, le explicó que en ese caso concreto, lo más práctico y económico sería comprar uno nuevo, pero el anciano la interrumpió antes de terminar la frase:

- El dinero no es un problema. Hagan lo que tengan que hacer.
- Señor, si lo que necesita es un móvil urgentemente, estoy segura de que cualquiera de los modelos que tenemos...
- No se impaciente. Ya le compraré uno de sus malditos trastos, pero ustedes arréglenme este.

La dependienta frunció los labios, colocó los manos firmemente sobre el mostrador y tomó aire antes de proseguir:

- Bueno, eso puede llevarnos mucho tiempo. La mayoría de estas piezas son inservibles. Y, si le soy sincera, no estoy segura de que nuestra empresa realice arreglos de ese tipo. Supongo que habría que enviarlo a la fábrica original y será un proceso largo y costoso. ¿Está seguro de que quiere arreglarlo?
- Ya le he dicho que sí
- Perdone mi indiscreción, ¿pero acaso contiene algún número o archivo que necesite en estos momentos? Si usted quiere, en lugar de repararlo, podría intentar extraerse...
- Ahórrese la charla técnica, muchacha. Lo que mi móvil contenga no es asunto suyo. Simplemente, arréglenlo, tarde lo que tarde y cueste lo que cueste. Cuando lo tengan listo, escríbanme a esta dirección.

Y, tras ese último izquierdazo a la lógica de la joven, le entregó una tarjeta, se dio la vuelta y desapareció.

Dos meses después, el mismo anciano volvía a salir de la tienda, esta vez con el teléfono totalmente reparado. Sentado en un banco, entre un cartel publicitario y una papelera, contempló el aparato largamente antes de decidirse a encenderlo, pero una vez dado el paso, con las manos temblorosas, fue directamente al archivo de fotos. Tras comprobar su contenido, sonrió aliviado, extrajo otro móvil, y reenvió una imagen del viejo al nuevo aparato.

- Estos trastos nuevos tienen unas pantallas enormes y mucho más nítidas- musitó- ahora podré volver a verte.

Con emoción contenida, acarició brevemente la imagen del labrador blanco que le devolvía la pantalla, y, en un gesto rápido, arrojó su viejo y costosísimo teléfono móvil a la basura.

05 octubre 2010

Paper Rain




La combinación de cielo despejado, luna menguante y apagón en un radio de cinco kilómetros, permitía vislumbrar por primera vez en años casi todas las constelaciones. Sirio, procyon y betelgeuse conformaban con orgullo un radiante e insólito triangulo de invierno. A pesar del frío, algunos niños contemplaban maravillados el espectáculo celeste desde sus porches hasta que sus padres o sus perros les instaban, preocupados e impacientes, a entrar en casa.

Cuando se disponía a depositar la basura en los cinco contenedores, Ted advirtió que un cartel oscuro dividía en dos el amarillo del contenedor de plásticos y latas. Lo observó impacientemente, irritado por no llevar consigo sus gafas, hasta que consiguió domar todas sus letras. La cólera hizo su aparición en sus puños antes que en sus mejillas. Sin pesárselo dos veces, lo arrancó de cuajo y tras romperlo en diminutos fragmento ilegibles, lo depositó en el contenedor azul.

La artrosis de sus manos y rodillas pareció protestar, pero a Ted aquel pequeño acto de rebelión le había sabido a demasiado a poco. Necesitaba alimentar el fuego de tal forma que recorrió el barrio arrastrando pesadamente sus pantuflas hasta que encontró otro cartel. Le costó un poco más arrancarlo de la pared y, en el esfuerzo, se llevó, además, tres capas de papel extra que dejaron totalmente limpia la pared. Resollando, Ted observó el nuevo hueco blanco y sintió una punzada en el pecho orbitando alrededor de la creciente furia. De repente, había comprendido su cometido: tenía que arrancarlos todos.

Y aquella noche, el hombre cauto, sensato y extremadamente respetuoso que siempre había sido, ignoró los insultos y miradas de extrañeza, desprecio o indignación que le dedicaban los viandantes, y presa de la mayor fiebre que había padecido en su vida, continuó arrancando y rompiendo frenéticamente, cartel tras cartel, hasta que le sangraron las uñas y el esfuerzo y la humedad noquearon sus doloridas rodillas.

Apoyándose torpe y pesadamente en las paredes, a modo de bastón, tardó casi un cuarto de hora en llegar a casa. Su mujer lo recibió impaciente y recelosa dando por hecho que había sucumbido a una de sus ocasionales borracheras. Lo miró de arriba abajo sin verle y lo sentenció sin comprobar que no había rastro de alcohol en su aliento. Ted puso la televisión para ahogar, en parte, el desprecio. Le gustaba dormirse viendo los programas de sucesos, solazado en el confort de las desgracias de otros, pero, de repente, las noticias rompieron bruscamente la transmisión.

Instantáneamente, sus puños volvieron a endurecerse, pero esta vez, se aferró a su sillón. Su mujer, al escuchar la inconfundible música de los informativos, volvió a la sala, olvidando, momentáneamente, la nueva muesca de amargura conyugal. Tenía que compartir la noticia del día con su marido:

- ¿Te has enterado, Ted? Los mariquitas ya pueden casarse
- Lo sé -contestó él- Han empapelado toda la ciudad con no sé qué fiesta del orgullo de los cojones...
- Ver para creer, ¿verdad?- pronunció antes de desaparecer de la sala de nuevo

Ted observó durante unos instantes la puerta vacía y cuando se aseguró de oír a su esposa en el otro extremo de la casa, murmuró mientras se frotaba las doloridas rodillas:

- Demasiado tarde, joder. Demasiado tarde...



06 septiembre 2010

Ada




El primer recuerdo de Ada fue el momento en el que comenzó a querer a su padre.
Durante los primeros cuatro años de su vida, para ella sólo había sido un alto hombre trajeado de gesto severo y ojos tristes que madrugaba demasiado y llegaba a casa cuando se podían ver las estrellas.

Una soleada mañana de julio, Ada había encontrado una mariposa con un ala rota en el jardín. Apesadumbrada, entró corriendo en casa con el frágil insecto atrapado entre sus manos diminutas. Justo cuando su madre trataba de convencerla de la inevitabilidad de algunas tragedias, su padre, rescató a la mariposa de los dedos infantiles y la sujetó delicadamente debajo de las alas entre su pulgar e índice, justo por lo que a Ada le parecieron los hombros del animalillo. Y con la naturalidad y la determinación con la que un cirujano pronunciaría “hilo del 5-0”, espetó “celo transparente”. Posteriormente, ante el asombro de madre e hija, estiró con delicadeza el ala prácticamente rasgada con los dedos de la mano derecha y unió suavemente con una gruesa tira de celo los dos extremos. “Ahora podrá volar otra vez” anunció.

Y mientras el convaleciente lepidóptero iniciaba torpe pero audazmente el vuelo, como un tímido fuego artificial que ha postergado en exceso su salida, la pequeña se debatía entre los dos pequeños milagros que acabada de presenciar, sin poder decantarse firmemente por uno. Sin embargo, algunos años y muchas alas reparadas después, descubriría que había sido la delicada e improvisada intervención de aquel rudo y reservado hombretón de manos grandes lo que, definitivamente, había dado un vuelco a su mundo.

18 agosto 2010

Goodbye letter to Andy


*


Dear Andy,

Hace 14 días y 23 horas que te has ido.

¿Sabes? El don de la inoportunidad es una costumbre muy humana. Algunas personas tienen la desfachatez de preguntarte cómo te sientes en los momentos más vulnerables de tu vida. Son como esas dependientas solícitamente cotillas que abren sin permiso la cortina del probador mientras te estás poniendo un vestido o un pantalón.
Pero yo no quiero pensar en cómo me siento mientras paseo por alguna calle o me tomo un té en una cafetería, porque si lo hiciera, la tierra empezaría a girar sobre su órbita hacia delante y hacia atrás al mismo tiempo, y me quedaría dando vueltas asfixiada y llorosa en alguna especie de lavadora intergaláctica.

¿Has oído hablar de los anillos de los troncos de los árboles? ¿de cómo cada año de su vida arbórea queda impreso en un círculo?. Siempre me he preguntado si el inventor de los discos de vinilo se inspiró en ellos. Huellas, historias, canciones, todo viene a ser lo mismo. Los humanos estamos también construidos por capas de diferente grosor que permanecen siempre interconectadas. Por eso todo lo que hemos sido lo seguimos siendo y resulta tan difícil determinar nuestra verdadera edad.

Desde que no estás, tengo la sensación de que alguien ha hecho un agujero en mi tronco y tira con fuerza de uno de esos anillos, uno especialmente grande y precioso, mientras yo me aferro a él tratando inútilmente de recuperarlo. Y en ese forcejeo, toda mi estructura interna se desmorona y fragmenta, como si, de repente, se hubiera vuelto de mercurio. Y la gran duda que flota en mi cabeza es, ¿cómo sonará ahora el disco incompleto?.

La otra noche soñé que nuestra casa era una enorme mesa de billar y que alguien (o algo) golpeaba una bola y ésta recorría toda su superficie inusualmente vacía sin caer en ningún agujero. Pero el desesperado eco de la bola contra el suelo desnudo era lo más aterrador de todo. Su conciencia de orfandad, la seguridad de que, fuera donde fuera, no encontraría nada contra lo que chocar.

Otra cosa que me cuesta entender de los humanos, es ese absurdo pudor al hablar en pasado de los afectos hacia seres que ya no están presentes. ¿Por qué la gente dice “lo he querido” o “lo quise” en referencia a alguien cuando muere? ¿acaso creen que a fuerza de usar pretéritos conjurararán antes del maleficio del duelo?.
Una de las pocas certezas que tenemos son nuestros grandes afectos. Conjugarlos en presente y en futuro es lo que nos alimenta.

Mi psicóloga me ha repetido hasta la saciedad que “la decepción es como la muerte: siempre llega”. Según ella, es imposible que una relación no nos decepcione por aquello de nuestras desproporcionadas expectativas neuróticas, pero se equivoca. Las amistades mascotiles mejoran con el tiempo y carecen de ambivalencias. Con un amigo no humano, no hay discusiones, ni cambios de rumbo, ni rencores, ni desprecios. La complicidad no deja de crecer y siempre sabes exactamente lo que puedes esperar.

Durante 14 años y medio, dormiste conmigo si me atormentaba algún fantasma; me “diste la pata” cuando estaba enferma y me retrotraía a los 7 años; me acompañaste fielmente en mis maratones cinéfilos; permitíste que te abrazara hasta exprimirte cuando me rompían el corazón, daba un salto difícil o miraba las notas; soportaste sin huir despavorido mis gorgoritos, el volumen atronador de mi música, mis charlas cuatrilingües, mis cambios de humor o la sempiterna telaraña de la melancolía; fuiste mi único cómplice insomne cuando se retrasaba Morfeo, aparecía una musa o preparaba un examen; y los días horribilis, esos en los que venderías tu alma al diablo por convertirte en oso en hibernación, sólo tu perfecta carita pelirroja y la certeza de que, al menos, viviría un momento mágico contigo, me impulsaban a salir de la cama.

Siempre he tenido la sensación de que no pertenecías a este mundo y que, en realidad, eras una criatura mágica que yo había soñado de niña, un regalo que me enviaban directamente de la Fantasía de Michael Ende. ¿Y sabes qué? A falta de ese colchón emocional que proporciona la religión, es allí donde prefiero imaginarte: de vuelta al país de la imaginación. De la mía y de la de todos.

Con un volumen de La historia interminable entre las manos, me pierdo entre la tinta verde y la tinta roja y te susurro:

Recuerda que siempre mataré monstruos por ti, pequeño Fujur...


01 agosto 2010

La turbiedad del hielo




Podría haber sido un clon de Jökull, salvo por la nariz, bastante menos aguileña, el cabello oscuro y los ojos; Einar tenía las pupilas de un intenso gris casi metálico. Un color inusual, de esos que tienen una de cada 10 millones de personas, como los de Elizabeth Taylor.
La primera vez que lo vi, mis rodillas comenzaron a temblar de una forma tan violenta que tuve que sentarme. ¿Cómo podían parecerse tanto? Pensé que las había oído chasquear, delatando lo insólito del encuentro, como un instrumento mas afinado que, inoportunamente, arruina tu canción favorita en pleno concierto. Pero me sonrió cálidamente y me besó la mano: tú debes ser Brynja. Y ahí comenzó todo.

Estábamos en primavera y sólo habían pasado cinco meses desde que Jökull me había dejado. Era demasiado pronto para coger una fjóla (violeta), pero, como se suele decir en Islandia, nunca sabes cuanto puede durar el siguiente invierno.
Me llevó a un restaurante italiano. Sus movimientos eran ágiles y elegantes y olía a una mezcla de mar y eucalipto. Destilaba tanta entusiasmo que parecía un niño delante de una tienda de bicicletas. Sólo algunos pocos afortunados poseen ese halo juvenil durante toda su vida, una mirada sagaz pero blanca, una contagiosa y desarmante frescura. Einar era más joven que Joküll en todos los sentidos de la palabra.

Entre el entremés y el postre, le resumí el historial amoroso de mi vida, colocando a todos mis ex en fila sobre la mesa y derribándolos grissini a grissini. Su barba de tres días hizo el resto. Y, al llegar al café, con mi pasado temporalmente pulido, una postilla menos sobre la piel extremadamente fina y blanca, cerré los ojos. Cuando los abrí, reía. No recuerdo exactamente de qué. Siempre he tenido una memoria pésima para recordar anécdotas graciosas y únicamente recuerdo el efecto que me han causado. ¿Por qué nadie inventa una escala para medir la intensidad de la risa?. Debería parecerse a la de los terremotos. De esta forma, podríamos decir cosas como "tuve un ataque de 7,5" y todo el mundo sabría con precisión a qué nos referimos.

Sonaba Someone to watch over me de Ella Fitzgerald. De repente, tomó mi rostro entre sus manos y me clavó su mirada metálica. Por un momento pensé que cualquier cosa era posible. Le dije “ven” y lo llevé a mi casa. Nos desnudamos el uno al otro mientras fingíamos escucharnos. Tenía un cuerpo perfecto. Quise indicarle qué, cómo, cuánto y dónde, pero siempre se me adelantaba. Me pregunté, estúpidamente, si sería posible implantar mapas erógenos en los cerebros humanos. Agotamos el sofá, la cama y la mesa de la cocina, hasta que la vieja cafetera del vecino de arriba marcó nuestro último cigarrillo. Mis pensamientos escapaban bajo las sabanas de los rayos del sol. Estallaron las persianas y se acurrucó a mi lado, subrayándome, abrazado a mis senos doloridos. Formamos un improvisado 44. ¿Necesitaba ese número? Me di la vuelta y observe su mirada embelesada un segundo antes de acariciar el lóbulo de su oreja izquierda. Entonces lo encontré. Accioné tres veces el diminuto botón en forma de zigzag y Einar comenzó a encoger vertiginosamente hasta caber en la palma de mi mano. El número se había dividió entre once. Milagros de la nanotecnología.

Lo guardé en el cajón de la mesilla sin estar muy segura de qué hacer con él. Lo más probable es que nunca más volviera a utilizarlo. Seguidamente, me acosté sobre las sábanas revueltas, justo en el hueco en el que un momento antes habían descansado sus pies. Mi cabeza colgaba hacia atrás y la sangre se amontonó súbitamente en ella, como los tripulantes de un naufragio. ¿Dónde estaban las violetas?. Sentí como si me hubieran inyectado en su lugar una dosis masiva de aire. Recordé a Jökull, nuestras peleas y mi costumbre de escudarme en su nombre*. Entonces noté como una lágrima caliente caía desde mi lagrimal derecho a mi frente y después al suelo.



* Jökull significa hielo en islandés.

26 julio 2010

Cuando las burbujas hacen POP



4- Henry

No le hace falta mirar el despertador para saber que ya son las 5 de la mañana. Aparta suavemente el brazo femenino que atraviesa su pecho como un cinturón de seguridad improvisado, y se levanta de la cama con todo el sigilo del que es capaz. Quince minutos más tarde, ya se ha aseado y vestido. Sólo le queda una cosa por recoger. Lo había escondido sin esconderlo, tentando a la suerte, con una remota esperanza de que Emma pudiera encontrarlo, pero no ha sido así. Sabía que su última novia sentía cierta pereza, como ella solía afirmar, hacia la literatura japonesa. Así que, sin tener muy claro si había ganado o perdido en aquella apuesta consigo mismo, Henry abre el ejemplar de Kokoro de Natsume Soseki que reposa sobre su mesilla y extrae de el un billete de ida y vuelta en primera clase a Vancouver. Durante unos instantes, se plantea escribirle a la joven una nota de despedida, pero finalmente opta por un simple beso en el omóplato. No era necesario darle demasiada importancia. Al fin y al cabo, sólo estaría ausente un día.

La elección de la ciudad siempre acaba siendo casual. El único requisito era que se encontrara lo más lejos posible de Dublín y que se pudiera estar de vuelta en, aproximadamente, 24 horas. En aquella ocasión, por una cuestión de combinaciones y horarios, la olímpica ciudad canadiense le había parecido la opción perfecta. Recordó, con una sonrisa complaciente, las palabras de la exuberante pelirroja de la agencia de viajes: just nine hours behind when you get there. Behind. Nine hours.

Siempre le había parecido curioso cumplir años justo en la mitad del año. Ahora estaba a un día de llegar, probablemente, a la mitad de su vida. La política del bufete para el que trabajaba le permitía tomarse libre el día de su cumpleaños, pero incomprensiblemente para su jefe y el resto de sus compañeros, Henry siempre se ausentaba la víspera esa fecha, apareciendo puntualmente cada dos de julio.
Sentado en el avión, a punto de despegar, el abogado presiente que tampoco en esta ocasión se librará del interrogatorio anual, pero no le importa. Lo único que desea, es abandonar Dublín lo antes posible y estar en el aire. Volar es la más hipnótica y atemporal tierra de nadie.

Cada año teme que alguno de sus clientes pueda reconocerlo. Al fin y al cabo, todos viajan habitualmente en avión, pero siempre confía en su suerte... y en el hecho de estar disfrazado para la ocasión. Sin afeitar, con el pelo revuelto y despojado de sus trajes de Armani, Henry pierde parte de su imponencia y consigue aparentar unos cinco años menos de los que en realidad tiene.

Mientras la mayoría de los pasajeros caen presa del sopor o de la trama de la película de turno, Henry se levanta de su asiento y se dirige al baño con cierta ceremoniosidad. Una vez dentro, se coloca frente al espejo, baja la cabeza y apoya sus manos a ambos lados del lavabo, como un sprinter antes de iniciar una carrera. Tras unos segundos en esta posición, alza resueltamente la mirada y observa su cara, su línea de meta. Es doloroso comprobar hasta qué punto la vejez está emparentada con la gravedad. Todos los rostros acaban cayendo con el tiempo. Tal vez por eso sólo estudia el suyo estando en el aire. Lo analiza como si fuera la imitación de un cuadro famoso. ¿Qué ha cambiado? ¿qué atractivo permanece inalterable?¿cuántas mujeres menos pujarían por él en una subasta? A sus 45 años, sigue siendo un hombre atractivo. Aún suscita esa mirada de “tienes un buen polvo” de gran parte de las féminas con las que se cruza a diario. No le avergüenza admitir que esa prueba de reafirmación sexual masculina le ha salvado algunos días a lo largo de los últimos años de su vida.

De vuelta de la abstracción de sus pensamientos, Henry sigue con su dedo índice las arrugas que bordean sus ojos. No son tan discretas como las recordaba. ¿Cuándo han comenzado a caminar descaradamente esas patas de gallo? Comienza a hacer muecas y su boca se mueve tratando de reproducir todos los sonidos imaginables. Hay más surcos sobre la piel de sus labios y su cuello. Por un momento, se siente tentado de desnudarse y observar los cambios del resto de su anatomía, pero se reprime. Recuerda, con una punzada de añoranza, como a los 25 años le bastaba con estar delgado para sentirse en forma. Ahora la delgadez no es suficiente y tener un buen cuerpo le supone un esfuerzo considerable. Tal vez debería ir cinco días a la semana al gimnasio en lugar de tres. Tal vez.

Alarga su estancia en el baño hasta que llega otro pasajero y se despide del espejo con una mezcla de alivio y desgana. Cuando llegue a Vancouver, tendrá nueve horas más de tregua. Sólo serán las 8 de la mañana, mientras que en Dublín ya habrán alcanzado las 5 de la tarde. Permanecerá 6 horas más en la ciudad canadiense hasta el avión de vuelta y llegará a su ciudad a las 8 de la mañana del día del dos, pero durante ese tiempo, técnicamente, para él, seguiría siendo uno de julio, la víspera de su cumpleaños.


*

Vancouver es una ciudad bulliciosa. Está llena de bares y viejas cafeterías y las personas se saludan con la calidez y la familiaridad de los pueblos pequeños. Ajeno a todos ellos, Henry piensa en el X-43A, el avión más rápido del mundo. Técnicamente, a 8000 km/h, es capaz de dar la vuelta al mundo en 5 horas. ¿Cuántos cumpleaños más tendría que esperar para poder viajar en esa maravilla?. A cada paso, Henry fantasea con la posibilidad de engañar al tiempo limpiamente, y se siente un curioso híbrido entre Einstein y Dorian Gray.

Sin saber muy bien cómo ha llegado e ignorando el camino de vuelta, el abogado se topa frente a un parque infantil presidido por una gigantesca cama elástica. Una cola de niños y adolescentes aguardan ansiosos su turno para poder saltar. Abducido por esa temeridad tan propia de los jóvenes y los viajeros que se apodera de nosotros cuando, libres del corsé de la rutina, exploramos nuevos territorios, Henry se suma a la fila sin siquiera pestañear.
Veinte minutos más tarde, comienza a saltar. Tímida y torpemente al principio, consciente aún de sus diferencias y de lo que representan, aunque poco a poco, su cuerpo va cediendo al total abandono. Los gritos y las risas le roban el protagonismo a las rumias y al sentido común. Durante unos minutos, mientras sube y baja frenéticamente, olvida todo lo que conoce o cree conocer sobre si mismo y una machacona frase hace figura en su interior “en el fondo de nosotros mismos, siempre tenemos la misma edad”.

La misma edad.

Al abandonar la cama elástica, ignorando las miradas desdeñosas de los niños, Henry se siente un hombre nuevo y exultantemente joven, aunque es incapaz de explicarse el porqué. Y, de repente, la cara de Emma le envuelve como si al final de un mal día, oportunamente, en la radio comenzara a sonar su canción favorita. Quiere, necesita compartir este momento con ella. Busca el teléfono móvil en el bolsillo de su chaqueta, hasta que recuerda que siempre lo deja en casa durante sus escapadas. Resuelto, busca una cabina de teléfonos con la mirada hasta encontrarla. Una vez dentro, marca el número del móvil de su novia y espera. Hi, this is Emma! I can’t talk to you right now. If you have something important to say, speak know, or forever hold your... Beep...


Anteriores burbujas que hicieron POP:

1- Elsa
2- Yuki
3- Lorie

12 junio 2010

Cuando las burbujas hacen POP



1- Elsa

Elsa llega a casa a las 19:30 exactas, deja el maletín en el suelo y se apoya exhausta contra la pared de la entrada. Ha tenido que correr un poco para intentar ganar unos minutos, pero ha valido la pena. Sólo tiene media hora antes de que llegue Daniel y en ese breve espacio de tiempo, debe ducharse y arreglarse. Hoy es el día de su décimo aniversario. Comenzaron a salir en 1961 y durante la década que llevan juntos, casi siempre ha sido él quien ha propuesto planes y ha organizado cenas y viajes en las fechas señaladas. Elsa había asumido que, en su relación, él era el romántico y ella la práctico-maníaco-compulsiva que ocasionalmente se dejaba contagiar por la incertidumbre. ¿Con qué la sorprendería esta noche?

Antes de entrar en el baño, Elsa observa la extraordinaria pulcritud de su piso, siempre impecable, como si en el habitaran piezas de museo en lugar de personas. Con una sonrisa de satisfacción, imagina el estado en el que se encontraría si convivieran con una mascota. Seguramente, a esas alturas, Daniel ya se había rendido a su inquebrantable “restricción canina”. Era una pequeña contraprestación por el cúmulo de manías que ella tenía que aguantar.

Minutos después, el timbre del teléfono la sorprende en el momento de salir de la ducha. Con el tiempo justo de enrollarse una toalla alrededor el cuerpo, se dirige hacia el teléfono de la sala, maldiciendo el hecho de que aún no se hayan inventado los teléfonos sin cables. Moviéndose de puntillas, para no dejar huellas de sus pies mojados, levanta el auricular bruscamente y pregunta con irritación “¿Si?”. La voz que contesta al otro lado la perturba y complace al mismo tiempo. Es Adrian, un compañero de trabajo. ¿Por qué me llamará precisamente hoy, ahora?. Mientras él le habla de reuniones e informes, Elsa, nerviosa, reprime el impulso de sentarse en el sofá y, en su lugar, se abraza a si misma. Sus pies, aún de puntillas, se balancean de un lado al otro, tratando de desviar su atención del desastre doméstico que está a punto de avecinarse. Por alguna razón, se resiste a decirle a Adrian que su llamada no podría haber sido más inoportuna. Mira el reloj. Son las 19:45. No le va a dar tiempo.

Pero, de repente, Adrian hace un comentario ingenioso y su risa la sorprende inundando de una nueva sonoridad su sala impoluta. ¿De dónde ha salido esta extraña e irreprimible alegría? Sin darse cuenta, el auricular, en sus manos, se ha transformado en algo parecido a una isla. Debe explorarlo. Elsa observa cómo los últimos rayos de sol se cuelan por la ventana, posándose en su espalda como palomas perezosas. “Sí, ha hecho un día muy caluroso hoy, tenía ganas de quitármelo de encima”. Sonríe. Sabe que, aunque no pueda verla, él podrá leer la sonrisa en su voz. Distraídamente, se acaricia la nuca, mientras juguetea con la idea de que Adrian pueda intuir que está desnuda. Se sacude este pensamiento, con una punzada de culpabilidad, pero no del todo. Ahora él le habla de su ex novia, de incompatibilidades, de soledades. Ella le consuela. “Eres un buen partido”. Las palabras le suenan extrañamente torpes e impacientes, como un motor oxidado tratando de arrancar. Él le asegura que Daniel tiene suerte de tenerla y, en ese momento, su cuerpo tiembla tanto que se ve obligada a apoyarse contra el sofá. “Todo se va a ir al garete” piensa. Confundida, se aferra a su pelo, a sus largos rizos ya casi completamente secos. Los retuerce, como tratando de encontrar respuestas. Y entonces llega una confirmación disfrazada de silencio, como un fundido en negro antes de una película. Elsa cierra los ojos e imagina a Adrian tocando al timbre de su casa, una puerta que se abre, y después de un beso, una urgencia voraz e irreprimible. Contra la pared, de pie, medio vestidos, mientras los gritos de los niños de los vecinos amortiguan sus jadeos al cruzar el rellano...

El inconfundible sonido de una llave en la cerradura la saca de su ensimismamiento. Se despide de Adrian apresuradamente, cuelga y observa azorada el enorme charco en el suelo bajo sus pies. Se toca las enrojecidas mejillas. Terror. ¿Podrá leérmelo en los ojos?. En un acto irreflexivo y desesperado, arroja la toalla sobre el charco justo en el momento en el que Daniel llega a la sala. Mientras él la observa, entre divertido, confundido y fascinado, Elsa apoya una mano en la cadera y pronuncia con voz de mujer fatal “¡Feliz aniversario, baby!”.


2- Yuki

Cuando viaja en tren, Yuki despliega todo su arsenal de pinturas de cera en el asiento de al lado. Cada vez que el vehículo traquetea, se esfuerza en respetar meticulosamente cada línea y contorno del mandala, mientras es observada con extrañeza desde la convencionalidad de los mp3, libros y sudokus del resto de los viajeros. Disfruta jugando con colores pero no hay nada creativo en lo que hace. Para ella un mandala es simplemente un diario en el que plasmar los colores del día, un código emocional secreto.

Una tarde, justo antes de ponerse el sol, una niña atraviesa el escudo de ceras de colores y se sienta a su lado:

- Hola
- Hola... – contesta Yuki incomoda
- Te veo pintar todos los días, ¿sabes?
- Vaya... veo que eres muy curiosa
- ¿Sabes cuál es mi color favorito?
- Pues... no
- El amarillo – responde resuelta mientras se acomodaba aún más en el asiento
- Es el color del sol
- Mi madre dice que hay un libro en el que a uno de sus protagonistas le siguen mariposas amarillas cuando está enamorado
- ¡Vaya... qué poético!
- ¿Y tú por qué nunca usas el amarillo?- interroga bruscamente
- Pues, no lo sé. No me había fijado...
- ¿Es por que siempre estás triste?
- ...


3- Lorie

Al cruzarse con ella aquella mañana, la gente se la quedaba mirando con una mezcla de curiosidad y extrañeza; pero durante los cinco minutos que permaneció inmóvil, bajo la inoportuna lluvia de domingo, Lorie fue incapaz de verlos. Toda su atención se concentraba en un punto fijo, a pocos metros de distancia. Ese punto la atraía y la repelía al mismo tiempo. Concluida la lucha interna, decidió acercarse. Era mucho peor de lo que había imaginado. Aquel cachorro cruce de bobtail no sólo tenía la mandíbula y la pata derecha rotas, sino que presentaba síntomas de leishmania grave y estaba infestado de pulgas. Se encontraba tan débil, que si no recibía atención medica inmediatamente, el frío, la humedad y la fiebre acabarían con él.

Lorie le apartó el sucio pelo de los ojos y le habló suavemente, tal y como habría hecho con un paciente humano. “Tranquilo, pequeño. Vas a ponerte bien”. El animalillo la miró con una mezcla de ternura y sabiduría infinitas, como si fuera, al mismo tiempo, un niño y un anciano. Conmovida por aquel rotundo y emotivo “gracias”, Lorie se quitó resueltamente el abrigo, envolvió al cachorro con él y se lo llevó en brazos.

Ahora necesitaba un plan. Hoy era domingo. Las clínicas veterinarias estarían cerradas. Podría averiguar si había alguna de guardia, pero para eso necesitaba tiempo. No lo tenía, el animal estaba muy enfermo y ella debía llegar al hospital para comenzar su ronda de traumatología. Normalmente, iba caminando al hospital, aunque hoy, con el coche en el taller y sus amigos pasando el fin de semana fuera, sólo le quedaban dos opciones. Se decantó por la primera, pero la cara del conductor del autobús se transformó en una máscara al verla.

- No puedes subir aquí con eso- escupió.
- Por favor, sólo estamos a diez minutos del hospital. Apenas hay pasajeros. Me colocaré al lado de la puerta, no molestaré a nadie. Haga una excepción. ¡Si no llego pronto, se me muere!
- Lo siento, pero no se permiten animales. Además, si eso infecta el autobús o muerde a un viajero, ¿qué pasa?

Lorie abandonó la parada del autobús con una mezcla de frustración y rabia. Opción número dos. El taxi sólo tardó dos minutos en llegar, pero la reacción del taxista fue aún más fría y tajante.

- Ese bicho está hecho un asco. ¿Qué quieres, que me manche todo el coche de porquería?
- ¿Y si fuera una persona herida tras un accidente? ¿también le preocuparía la maldita tapicería?
- Una persona es una persona. Eso sólo es un puto chucho de mierda.

Mientras caminaba furiosa y desalentada aunque decidida en dirección al hospital, el día pareció recrudecerse. Cada vez llovía con más fuerza y el pequeño can parecía haberse desmayado en sus brazos. Apenas se había quejado. Sólo un pequeño aullido de dolor cuando abandonaron la parada de taxi, casi una protesta contra el insensible taxista.
Lorie temblaba visiblemente cuando cruzó la puerta del hospital. Y además de las miradas de espanto de pacientes, médicos y enfermeras, chocó contra la barrera de 80 kilos que conformaba la enfermera jefe.

- No puedes pasar con un animal, Lorie. ¿En qué coño estabas pensando?
- Estaba medio muerto en mitad de la calle, me necesitaba
- ¿Y no crees que hay lugares para eso?- espetó inconmovible
- Está agonizando y es domingo, Francine. Sabes que no tiene ninguna posibilidad a menos que..
- Me da igual que esté moribundo o que sea el puto día de la mascota. Aquí no entra. ¿Acaso quieres infectar el hospital?
- ¿Qué sugieres que haga? ¿qué lo deje morir en mitad de la calle? – varios médicos parecían haberse unido como espectadores a aquel debate improvisado. Sus caras de menosprecio denotaban su apoyo a la oronda Francine.
- Lorie, o te lo llevas ahora mismo o llamo a seguridad.

Derrotada, al borde del llanto, Lorie taladró a la enfermera con una mirada de desprecio absoluto, se dio la vuelta y desapareció por la puerta principal. Una vez bajo la lluvia y tras comprobar aliviada que el pequeño corazón del animalillo seguía latiendo, decidió que tenía que volver a intentarlo. Si sólo pudiera bajarle la fiebre y recolocarle la mandíbula. ¡Maldita sea, he sido entrenada para salvar vidas!
Mientras caminaba sin rumbo fijo, con los brazos doloridos, se topó con su amiga Elise, que había presenciado su polémica entrada desde la cafetería. ¿Un apoyo por fin?

- Puedes pasar por el aparcamiento sin problemas. Las cámaras de seguridad se han estropeado hoy. Hay un cuarto de limpieza donde podemos improvisar un quirófano.
- ¡Genial!
- Puedo mangar algunas cosas para tu operación, pero no puedo quedarme, Lorie. Sabes que hoy...
- Sí, lo sé, traumatología
- ¿Sabes a lo que te arriesgas al no aparecer, verdad?- preguntó visiblemente preocupada
- Sí, su vida, Elise

Diez minutos después, disimulado bajo unas sabanas, el pequeño cruce de bobtail, había burlado al personal y descansaba finalmente en su quirófano. Esforzándose por recordar las escasas lecciones de veterinaria que había recibido durante aquellos años, Lorie pasó las siguientes dos horas interviniendo al dolorido animal. Descubrió que la pata, la mandíbula y la leishmanía eran el menor de sus problemas. Desnutrición, deshidratación grave, anemia, hipotermia, un preocupante hemograma y la infección brutal que le había destrozado la boca, conformaban el terrible cuadro que lo había ido consumiendo durante días. ¡Días!.

Cuando tres horas más tarde tomó la decisión, Lorie hacía tiempo que había olvidado el entumecimiento de sus brazos y las protestas de su estómago. Nunca le había costado tanto poner una inyección. ¿Resultaría todo más fácil si pudiera explicarle lo que le está pasando?.
Lorie decidió que no.
Mientras observaba su mano vacilante, el can la miró fijamente, como intentando tranquilizarla. ¡Me está dando permiso. Se quiere marchar! Duró sólo un segundo. Medio cegada por las lágrimas, acarició al animalillo tiernamente hasta que se convirtió en un amasijo inerte de cables, huesos, pelo y parásitos.
No podía seguir allí, necesitaba un cigarrillo.

El aparcamiento estaba inquietantemente vacío y silencioso. Lorie, teblorosa, recordó con nostalgia su ahora mugriento y apestoso abrigo. Se abrazó a si misma mientras daba la primera calada a su cigarrillo. Por algún motivo se resistía a volver a casa. Los minutos parecían arrastrarse pero, calada tras calada, algo iba tomando forma en su mente. Un ejercicio de catarsis que, con sólo acariciarlo, transformaba su dolor, impotencia y frustración. Prefería sentirse rabiosa antes que triste, la hacía sentirse poderosa.

Llevada por un impulso irreprimible, sacó la llave de casa del bolso y comenzó a rayar, uno a uno, los coches de la sección VIP del aparcamiento. Lo hizo lenta pero concienzudamente, como si en lugar de rayarlos escribiera en ellos ideogramas chinos. Aunque, bien pensado, tal vez, de alguna forma, lo fueran. Lorie sabía que ninguna de aquellas personas podía leerlos...



Dedicado a tod@s l@s que nunca pasan de largo :)

26 mayo 2010

Un sobre azul



Cada vez que recibo un sobre cuadrado, sólo tengo un pensamiento en mente “¡que no sea azul!”. Lo malo de “las noticias azules”, es que por mucho miedo que les tengas, siempre llegan en el momento en el que dejas de esperarlas, justo cuando bajas la guardia y centras tu energía en cosas mucho más prosaicas e inmediatas. Pero hoy he mirado el correo y ahí estaba, impecable, elegante, ligeramente hinchado, casi a punto de apostillar condescendiente “te lo dije”.

Dos preguntas, a cual más inquietante, rondaban mi cabeza: “¿quién será esta vez?” y “¿me quedará algún salvoconducto?”. Llamamos salvoconductos a los sobres rojos. En caso de recibir un sobre azul, la única esperanza de salir indemne es entregar otro sobre de un color casi sangre. Por lo tanto, lo primordial en estos casos es tener siempre como mínimo un salvoconducto de resguardo en casa.
El cajón inferior de mi mesilla me confirmó que mi repentino ataque de angustia estaba injustificado: ¡había un sobre rojo!. Por lo tanto, liberado de la parte más peligrosa del intercambio, ahora sólo quedaba saber quién era ella... ¿o tal vez se trataba de un él?.

Según la citación, se llamaba Lynn Page y había notificado la ruptura hacía dos días. ¿Quién sería esa tal Lynn? ¿Dónde nos habríamos conocido?
Recostado en el sillón, mi mente empezó a escanear los últimos meses de mi vida. Me esforzaba en conectar rostros, sensaciones y camas. Y sólo una posibilidad acudió a mi mente: una amiga de Vanessa, extremadamente tímida, con la que había coincidido en algunas fiestas. Sabía que le gustaba porque nunca me quitaba los ojos de encima. Recordaba que su nombre era Lynn, porque la noche que intenté ligármela, la emoción de la conquista sumada a unas cuantas copas de más, me llevaron a hacer rimas estúpidas con su nombre y acabé bautizándola Linda. Sin embargo, su rostro se me seguía resistiendo. Sólo recordaba vagamente un cuerpo pálido en contraste con unas sábanas negras, un tatuaje de un kanji en la cadera y un sabor a regaliz.

*

Estos procedimientos suelen ser muy rápidos. A veces, la persona que ha sufrido la ruptura elige no comparecer y el sobre debe ser entregado a un intermediario. Hoy ha sido una de esas veces, pero en lugar de alivio, no he podido evitar sentir cierta desilusión. Por algún extraño motivo, no quería darme por vencido: tenía que verla. Así que esperé en el pasillo de la sala de psicoanestesia, disimulando mi curiosidad tras una de mis novelas favoritas. Calculé que su proceso debía haberse iniciado a la misma hora que mi entrega, por lo tanto, el tiempo del borrado debía estar a punto de tocar a su fin.
Una puerta se abrió y una mujer joven salió de ella. Debía rondar los treinta. Sencillez y extravagancia parecían conciliarse en su falta de maquillaje, su pelo recogido en una coleta y una llamativa gabardina amarilla. Mientras la observaba dirigirse al ascensor y antes de darme cuenta, se me escapó un grito: ¡Lynn! Se giró para mirarme. No había ningún atisbo de reconocimiento en su mirada. Me resultó extraño, porque el borrado elimina los sentimientos, pero no el recuerdo.

- ¿No sabes quien soy?- insistí.
- ¿Y por qué habría de saberlo?

Su franqueza me cayó como un mazazo, pero intenté disimularlo.

- ¿Eres Lynn Page, no?
- No, soy Kim Anderson. ¿Por?
- Te había confundido con otra...
- Ahh, entiendo. Has recibido un sobre azul de una tal Lynn y querías comprobar quien era.
- Algo así, sí...
- Siento desilusionarte. Aunque, bien pensado, ¿tantos corazones rompes que ni siquiera los recuerdas?

Me acerqué un poco más a ella. Tenía los ojos verdes y la piel dorada. Era preciosa.

- Bueno, en mi defensa, tengo que decir que fue uno de esos efectos colaterales de una borrachera – la frase sonaba mejor en mi cabeza y ella debió opinar lo mismo.
- Ahhh, ya....
- ¿Y tú por qué estás aquí?- insistí.
- Me enamoré de la persona equivocada.
- ¿Y te hizo daño, no?
- No, en realidad, se lo he hecho yo a él. Ha sido mi sobre rojo el entregado- me mostró tímidamente su carta azul- Me he sometido al proceso de psicoanestesia, porque no quiero seguir sintiéndome.. bueno, como me sentía...
- Siempre he creído que los demandantes suelen llevarse la peor parte.
- Las cosas son mas complicadas que eso- apostilló contundente- para mi, todo el proceso de enamoramiento ha sido como una enfermedad. Solo sentía ansiedad, inquietud, insomnio, nauseas... nada de esa ligereza y felicidad incontenible de la que se habla en las películas. Creo que él se quedó con la parte buena del enamoramiento y yo padecí la mala.
- No me creo que durante ese tiempo no sintieras mariposas- sonreí. Mi mode ya estaba puesto en “flirteo descarado”, aún antes de ser consciente de ello.
- Más que mariposas revoloteando en mi estómago, yo sentía un nido de buitres hambrientos. Me volví... exigente. No, aquella obsesión enfermiza y co-dependiente no era Amor...

Era mi oportunidad. Aún estaba triste y vulnerable, pero no por mucho tiempo.

- ¿Te apetece tomar un café... o un chocolate? ¿cualquier cosa dulce que compense el mal trago? ¡Vamos, te invito!
- Eres muy amable, pero no, gracias.
- Entiendo.. ¿en otro momento, tal vez?

Su rostro parecía una máscara y yo me preguntaba si sería únicamente la psicoanestesia lo que lo privaba de emoción.

- Me temo que también voy a tener que decir no. Lo siento.
- Hagamos una cosa. Acabo de terminar esta novela. Te la regalo. Voy a escribir mi numero de teléfono en ella y si durante su lectura llega a emocionarte o a tocarte de alguna manera, me llamas para darme las gracias, OK?- escribí el numero en el índice asombrado de mi propia rapidez, y coloqué el libro delicadamente en sus manos, como si fuera un animal herido.
- Aceptaré el regalo, pero dudo mucho que te llame.
- ¿Cómo estás tan segura?
- Por que aún no se me han pasado los efectos de la anestesia.

Con el eco de sus palabras aún en el aire, se dio la vuelta bruscamente y se fue. La contemple caminar hacia el ascensor y después seguí sus pasos a través de la ventana. La lluvia la había obligado a abrir el paraguas y caminaba con el libro abierto estratégicamente por el índice. Ya no debía quedar ni un sólo dígito descifrable...

08 abril 2010

Entre amarillos



“Y si estuviste ahora, luego no estás.
Y nunca más te vi y no fui nada en tu vida”.


Camino por la casa tropezando contra los muebles
como si fueran bolas en una mesa de billar.
Impactan contra todo lo que alguna vez hubo,
negros y rojos,
cómplices resignados de lo transitorio,
como los granos de los castillos de arena.

Los sábados rescato narcisos del jardín,
víctimas colaterales de algún niño, algún perro o algún loco.
Los coloco en un jarrón de cristal azul
y cada día me asomo a ellos como si fueran mirillas.
Me miran mientras miro y mientras sueño.
Pequeños, flamantes soles en su soporte azul.
Pero cada lunes olvido que no siempre me han mirado
y siempre me aflijo cuando su luz se seca.



:***

01 marzo 2010

El ladrón de piezas



Durante las últimas semanas, un singular suceso se viene repitiendo en la residencia de ancianos Antes del atardecer: misteriosamente, las piezas blancas de los puzzles han comenzado a desaparecer, causando estragos, especialmente, en el Taj Mahal, la catedral de Milán y el Gernika de Picasso.

Desde el comienzo, la psicóloga del centro atribuyó estos pequeños hurtos a un caso claro de personalidad pasivo-agresiva. Según ella, resultaba evidente que alguno de los internos, frustrado pero incapaz de verbalizar su rabia, se dedicaba a sabotear la principal forma de diversión de la mayoría de sus compañeros en un claro intento de “mal de muchos, consuelo de todos”.


Aceptada esta hipótesis por mayoría casi absoluta, y ante las furibundas protestas de los ancianos, se llevaron a cabo inspecciones sorpresa en todas las habitaciones, pero los únicos objetos del delito que encontraron, fueron 20 revistas porno, tres tabletas de chocolate y un tanga de Hello Kitty.
Todo apuntaba, entonces, a que el ladrón se iba deshaciendo de las piezas, probablemente, de una en una, a medida que las iba robando.

La última noche de visitas, casi tres horas después del “toque de queda”, el señor Martin, el último anciano ingresado en el centro, se levanta de su cama con todo el sigilo que le permiten su reuma y sus manos artríticas, y de la parte exterior del tercer cajón de su mesilla, pegada con cinta adhesiva, extrae una bolsa arrugada de papel marrón. Ayudado por su bastón, camina hacia el comodín, deposita en el la bolsa y observa de refilón su marchito reflejo en el espejo. A continuación, saca del armario la pequeña maleta negra que un desconocido le traería horas antes, y al abrirla, cuidadosamente envueltos entre sus camisas, aparecen los cuatro rectángulos perfectos de un puzzle de La Place de l'Europe, temps de pluie. El anciano, une torpemente las cuatro partes encoladas y observa esperanzado el inoportuno hueco de la pechera de la figura principal.

Sobre el comodín, liberadas de su bolsa, le retan ya desafiantes alrededor de cien piezas blancas. Con paciencia de relojero y un creciente cosquilleo en las yemas de los dedos, el señor Martin comienza la labor de tratar de encajarlas una por una.
Veinte minutos más tarde, la última de las piezas reposa expectante sobre la palma de su mano izquierda. Decidido a acabar con su angustia, el anciano coloca la pieza sobre el hueco del puzzle como quien lanza una bengala, pero no encaja. Desesperado, la gira en todas sus combinaciones y prueba a encajarla varias veces más sin éxito. Tratando de reprimir el llanto, en un ataque de furia, coge su bastón y golpea la pieza contra el puzzle una y otra vez, hasta que los gritos del enfermero de guardia le sacan de su ensimismamiento.

- ¡Señor Martin, pare, por favor, está despertando a toda la residencia! ¿Se puede saber que rayos le pasa?

El anciano, observa las piezas repartidas por el suelo, como extrañas flores de formas caprichosas y comprende que “su secreto” ha salido a la luz. Tras señalar el puzzle, coloca la mano derecha sobre su pecho y mirando fijamente a los ojos del enfermero, confiesa:

- Había un hueco...



Dedicado a I, por todo lo que ella sabe :)

14 febrero 2010

L'exigeante désespérée



En una agencia de contactos:

- ¡Buenos días! ¿En qué puedo ayudarla?
- Quiero devolver a un hombre
- ¿Disculpe?
- Sí, al tipo con el que me habían concertado una cita. No me satisface y lo quiero cambiar por otro
- Escuche, madame, eso que nos pide es imposible. Las personas no se devuelven, no son objetos...
- ¿Entonces qué hago con él?
- ¿¡Como que...!?. En fin, nosotros hacemos la selección de candidatos y ofrecemos el perfil más compatible. Una vez hecho esto, ahí acaba nuestra responsabilidad. En caso de que surja algún problema, debería hablarlo con él, no con la agencia
- ¡Ustedes me garantizaron el flechazo!
- No, madame, le garantizamos una persona compatible con usted en un 90%
- Es lo mismo
- No lo creo
- ¡Es que me han elegido a un soseras!
- Escuche, madame...
- Tavernier
- OK, Madame Tavernier, ¿ese soseras no tiene sus mismos hobbies?
- Sí, le gusta la jardinería, la micología y el patinaje artístico, como a mí
- ¿Y en cuanto a personalidad y filosofía de vida?
- Bueno, también es un pesimista reconvertido
- ¿Disfruta de su compañía?
- Es agradable hablar con él
- ¿Siente atracción hacia este hombre?
- Sí...
- Entonces, ¿cuál es el problema?
- Ya se lo he dicho: no me satisface
- ¿En que sentido no la satisface?
- No me gusta el rumbo que esta tomando esta conversación, joven
- Discúlpeme, pero sigo sin entender por qué lo descarta tan radicalmente
- Es que... ¡tararea mientras come!
- ¿Durante las comidas?
- Sí, a Wagner. Todo el tiempo
- Vaya...
- ¿Usted sabe lo que es comer con la cabalgata de las Valkirias?
- Me hago una idea, señora, pero a pesar de esa peculiaridad, ¿es lo único que le molesta de él?
- ¿Pero es que no le parece poco?
- Hombre, pues....
- ¡Si hasta la comida me huele a napalm!
- Entiendo, yo también he visto Apocalypse Now, pero...
- Bueno, es que no es sólo eso, también influye el hecho de que hable en diminutivos. Suelta cosas como “estamos en plena crisecita”, “hace friito” o “soy curiosito”
- Pues a mi me resulta entrañable. ¿Sabe que los italianos hablan... ?
- Por favor, a veces tengo la sensación de que el comando Anti-Cursis va a aparecer en cualquier momento...
- En fin, entiendo que sea eso importante para usted, pero mírelo en conjunto. Además de esas dos cosas, ambos tienen muchísimo en común, ¿verdad?
- Si, bueno...
- Tengo su ficha aquí mismo y pone que pidió a alguien que fuera lo más parecido posible a...
- Sí, sé que lo dije, pero no es este el caso
- ¿Piensa que hay alguien más compatible en nuestro fichero para usted?
- Exacto
- ¿Y no cree que de ser así ya lo habríamos encontrado?
- Usted no lo entiende, joven, tengo que librarme de él ya o de lo contrario...
- ¿De lo contrario qué? ¿Amenaza con demandarnos?
- No... es algo mucho peor
- ¿A qué coj....narices se refiere, madame?
- Es que...
- ¿Si?
- ¡Me estoy enamorando de él, maldita sea!


Esta actualización continua en.... http://www.chataignesetchocolat.blogspot.com/

09 febrero 2010

Franny and Zooey (fragmento)



... miró a Franny
- ¿ Me escuchas o no?
- Sí.
- Tienes a dos de los mejores profesores del país en tu maldito Departamento de Inglés. Manlius. Espósito. Dios mío, ya quisiera yo tenerlos aquí. Por lo menos son poetas.
- No, no lo son -dijo Franny-. En parte eso es lo espantoso. Quiero decir que no son verdaderos poetas. No son más que personas que escriben poemas que se publican y aparecen en antologías por todas partes, pero no son poetas.
Se calló, incómoda, y apagó el cigarrillo. Desde hacía minutos había ido palideciendo. De repente su lápiz de labios parecía un tono o dos más claro, como si se lo hubiese quitado con un pañuelo de papel.
- No hablemos de eso -dijo, casi con indiferencia, aplastando la colilla en el cenicero-. Estoy amargada. Voy a estropearte el fin de semana. Ojalá hubiera una trampa debajo de mi silla y me hiciera desaparecer.
El camarero se acercó un momento y dejó otro Martini delante de cada uno. Lane rodeó con sus dedos -que eran finos y largos y casi siempre estaban a la vista- el pie de la copa.
- No estás "estropeando" nada -dijo en voz baja. Simplemente me interesa averiguar de qué diablos se trata. Quiero decir, ¿hay que ser un maldito bohemio, o estar muerto, por Dios santo, para ser un "verdadero poeta"? ¿ Qué es lo que quieres, un idiota de pelo largo ?
- No. ¿Por qué no lo dejamos pasar ? Por favor. Me siento fatal, y me está entrando un terrible...
- Estaría encantado de dejar el tema.... me encantaría. Pero dime primero qué es un "verdadero poeta", si no te importa. Me encantaría. De verdad.
Había un ligero brillo de transpiración en la frente de Franny. Posiblemente era sólo que hacía demasiado calor en el comedor, o que los martinis estaban demasiado fuertes, o que tenía el estómago revuelto; en cualquier caso, Lane no pareció notarlo.
- No sé qué es un verdadero poeta. Me gustaría que terminaras, Lane. En serio. Me siento muy mal y muy rara, y no puedo ...
- Está bien, está bien... De acuerdo. Tranquila -dijo Lane-. Sólo trataba de ...
- Lo que yo sé es esto, nada más -dijo Franny-. Que si eres poeta, haces algo hermoso. Quiero decir que dejas algo hermoso cuando terminas la página o lo que sea. Esos de los que tú hablas no dejan ni una sola cosa hermosa. Lo único que hacen, tal vez, los que son algo mejores, es meterse en tu cabeza y dejar "algo" allí, pero el que lo hagan, el que sepan "dejar algo" no significa que sea un poema, no ¡por Dios! Puede tratarse simplemente de una especie de excrementos, terriblemente fascinantes y sintácticos, con perdón. Como pasa con Manlius y Espósito y todos esos pobres hombres.
Lane se tomó tiempo para encender un cigarrillo antes de decir nada.
- Creí que te caía bien Manlius. De hecho, si no recuerdo mal, hace aproximadamente un mes, dijiste que era "un encanto"y que tú ...
- Y me cae bien. Estoy harta de que la gente me caiga bien solamente. Quisiera conocer alguien que pudiese respetar... ¿Me disculpas un momento?
Franny se puso de pie con el bolso en la mano. Estaba muy pálida.


Que pena que haya tenido que morir Salinger para descubrir esta maravilla...

Recomendabilísimo :)

07 febrero 2010

Way to blue



R. llega a su apartamento tarde y sin prisa, como un moderno C.C.Baxter. Pero en lugar de alguno de sus jefes apurando unos minutos con una de sus amantes, esa noche sólo le espera cerveza fría, una vieja colección de vinilos y su contestador automático. Tiene la mala costumbre de escuchar sus mensajes únicamente el último día del mes. Todos sus familiares, compañeros y amigos saben que las urgencias y los cambios de última hora deben ser destinados al teléfono móvil del trabajo, y que cualquier cosa que no se incluya en una de esas dos categorías, puede esperar. Sin embargo, hoy es 31 de enero.

El primer mensaje es de su madre. Le recuerda que hace más de dos meses que no se pasa por “su casa”. R., sentado en su sillón favorito, sonríe con sorna tratando de recordar cuando fue la última vez que consideró como suyo su antiguo hogar.
En un nuevo mensaje, un tal P.D. le comunica a un tal F.N. que en una semana va a celebrarse la cena anual de antiguos niños cantores. Tres mensajes más tarde, con un creciente tono de irritación, impaciencia e incredulidad, el mismo P.D. repite casi literalmente las mismas frases rogando contestación. R. ríe maliciosamente tratando de imaginar la cara de pardillo del tal P.D. al descubrir su equivocación. Sin embargo, no puede evitar preguntarse si F. N. acudiría finalmente a esa cena y si su ausencia provocaría algún desperfecto en, por ejemplo, el Ave Maria de Schubert, el Oh, nuit de Rameau o el Bohemian Rhapsody de Queen.

Un sexto pitido le indica que alguien más espera su turno. No obstante, esta vez su sonrisa se transforma instantáneamente en una extraña mueca a lo cartoon. Es la tristeza de la voz de su ex novia y no sus palabras lo que lo turba. Tras un par de apresuradas frases, pronuncia la palabra café como quien extiende un pañuelo en la parte final de un truco de magia.
Tras su inconfundible pitido, la voz mecánica del contestador insta a borrar o guardar el mensaje, pero las manos temblorosas de R., en un gesto apresurado, sólo aciertan a dejar la cerveza sobre la mesa con un sonoro golpe.

En aquellos casi cinco años no le había dedicado muchos pensamientos. Su proceso de “desenamoramiento” había sido gradual y nada traumático. Sólo al escuchar ciertas canciones o leer algunos fragmentos, su presencia parecía emerger ocasionalmente de algún punto del apartamento. Sin embargo, ahora se sorprendía a si mismo recordando vivamente las cosas que antes creía haber olvidado, como si al rascar ligeramente la desconchada pintura de una pared, hubiera descubierto un mural intacto.
Su nuca era siempre lo primero que se tostaba en verano y a menudo le gustaba caminar tras ella, sólo para poder observarla. Tenía la ingenua costumbre de espiarlo mientras se afeitaba, como si aquel tedioso ritual diario fuera para ella la confirmación de la conquista del último reducto masculino. R. fingía siempre no percatarse de aquel acuerdo tácito de voyeurismo o invasión consentida de la privacidad. ¿Por qué diablos había fingido tanto tiempo?.

Más detalles rescatados. E. confundía sin inmutarse los nombres de los músicos, proclamando, por ejemplo, a “Jeff Drake” y “Nick Buckley” como algunos de sus cantantes favoritos y, de tanto en tanto proclamaba, en un forzado alarde de liberalidad sexual, los apodos con los que solía bautizar las partes del cuerpo de
tod@s sus amantes. Sus morbosos ejemplos, nunca lo admitiría, solían incomodarlo y excitarlo al mismo tiempo.

Pero en algún punto de aquella rocambolesca espiral de recuerdos, a R. le sobrevino la urgencia de escuchar Way to blue. “¿Realmente la sigo queriendo?” se preguntaba turbado. Pero mientras localizaba Five Leaves Left entre sus vinilos, cayó en la cuenta de que, en realidad, no era ella, ni su colección de idiosincrasias, o su particular dislexia musical lo que echaba de menos, sino otra urgencia mucho más primaria y simple con la que no había contado. A lo largo de los últimos años, algo lo había reducido en la forma opuesta a como lo haría un jíbaro. La soledad ocupaba tanto espacio en su cabeza, que inconscientemente, había abandonado la idea de volver ser la primera opción en la vida de otro alguien. “El cine de madrugada, el asiento de al lado, el traje del sábado”. R. piensa que esa necesidad es un vergonzoso y pueril vestigio del egocentrismo infantil al que, tarde o temprano, todos nos enfrentamos, y sonríe, con una mezcla de orgullo y amargura, al pensar en la cantidad de direcciones contrarias y clavos ardientes a los que un ser humano es capaz de aferrarse con tal de no sentir ese desolador “destronamiento”.

Por lo tanto, ¿qué podía hacer con la chica de la nuca tostada? ¿Cómo encajarla dentro de su nueva vida de “emociones jíbaras”?

Tras las primeras notas, justo en el momento en el que Nick Drake canta Have you never heard a way to find the sun, R., en un rápido gesto, pulsa el uno, borrando el mensaje de la memoria.


"La soledad no se encuentra, se hace. La soledad se hace sola. Yo la hice. [...] Sucedió así. Estaba sola en casa. Me encerré en ella, también tenía miedo, claro. Y luego la amé. La casa, esta casa, se convirtió en la casa de la escritura. [...] He necesitado veinte años para escribir lo que acabo de decir".

Marguerite Duras


23 enero 2010

La restauradora de relojes



Me llamo Alex Norton. Tengo 29 años, 6 meses y 9 días y soy restauradora de relojes.
Al contrario de lo que pueda parecer, la tarea de reaccionar máquinas del tiempo, no es un cursi y esnob eufemismo de relojero. No hay nada técnico en lo que hago. Yo no fabrico ni reconstruyo materiales o piezas. Únicamente me dedico a revivir relojes que por algún motivo inexplicable desde el punto de vista mecánico, han dejado de moverse.

Siempre digo que puedes medir la felicidad de los habitantes de una casa por la cantidad y el tipo de relojes que contiene. En los “nidos calientes”, como yo los llamo, suele haber pocos instrumentos de medición del tiempo y casi siempre son modernos. Los “nidos húmedos”, por otro lado, poseen muchas más máquinas antiguas que modernas y éstas suelen estar distribuidas estratégicamente por toda la vivienda.
Casi nadie sabe que cuando conviven muchos relojes distintos en una casa, son como plantas robándose el aire entre sí en medio de la noche. Sus sonidos se ahogan, el aire se espesa y el tiempo se estanca.
Pasar en un mismo día, de un nido caliente a uno húmedo, me hace experimentar algo parecido a lo que deben sufrir los astronautas cuando viajan desde la luna a la tierra.

Generalmente, los relojes no suelen dar grandes problemas. Sólo algún que otro enfado o arrebato temperamental. Sin embargo, en ocasiones, simplemente deciden marcharse.
Hace tiempo, una mujer recién divorciada y su hijo adolescente, experimentaron con varios "métodos caseros" en su reloj de cocina antes de recurrir a mi ayuda. Para cuando llegué, le habían masajeado y estirado el muelle de contacto, lucía la mejor pila del mercado y ambos lo habían introducido por turnos bajo su jersey para que entrara en calor, como si de la cría de un marsupial se tratase.
Sin embargo, yo supe instantáneamente que aquel pequeño reloj blanco había desaparecido algunas lunas atrás, y que aquello no era más que un caso claro de Síndrome de vínculo fantasma. Algunos experimentan hacía sus relojes algo parecido a lo que sienten las personas a las que se les ha amputado un miembro. Aquella mujer y su hijo, creían haber visto movimiento en las manecillas de la máquina acompañadas de su característico tic tac, cuando, en realidad, el aparato llevaba vacío semanas.

En otra ocasión, conocí a una anciana con un extraño síndrome de Ulises relojil que guardaba en su casa todos los relojes que había poseído. Muchos llevaban parados años, algunos incluso décadas. Todas las habitaciones de la casa, incluido el baño, contenían, como mínimo, dos máquinas del tiempo.
Me costó más de dos horas recorrer toda la vivienda, pero finalmente di con el origen del problema: el reloj de cuco. Estos preciosos relojes suelen ser más temperamentales que el resto. Los cucos, perezosos por naturaleza, suelen invadir nidos ajenos para colocar sus huevos. De esta forma, cuando los polluelos nacen, son criados por otras especies. Pero lo más dramático de todo, es que los padres adoptivos suelen favorecer a sus inusualmente grandes y exigentes retoños y muchos de sus polluelos biológicos acaban muriendo de inanición.
En la casa de aquella anciana, había ocurrido exactamente lo mismo: el cuco había ocupado y aniquilado todos y cada uno de los relojes y mi tarea era que volviera a su hogar original.
Tras convencer a la dueña de que ya no había esperanza para el resto de sus reliquias, preparé tortitas y las coloqué en un plato sobre la cavidad que originalmente ocupaba el ave (si hay algo a lo que ningún cuco puede resistirse, es a las tortitas con chocolate). Poco después, para mi sorpresa, el animalillo regresó dócilmente a su nido.
Cuando salí de nuevo a la calle, además de una repentina tormenta de nieve, me sorprendió el hecho de que lo que yo había vivido como tres horas, sólo habían sido en realidad diez minutos.

Pero paradójicamente, el caso más difícil (e inquietante) que he tenido hasta la fecha, ha sido y es el de mi propio reloj de pulsera. En ocasiones, las manecillas parecen intercambiarse mágicamente, de tal forma que la aguja horaria recorre la esfera doce veces más deprisa que la aguja del minutero, en una extraña hiperactividad paradójica.
Durante el día, trato de no hacerle caso, su ritmo me despista y me marea, así que dependo únicamente de máquinas ajenas.
Sólo hace tres años que lo poseo, pero obviamente, las presiones y exigencias de mi trabajo, lo han desgastado prematuramente. Sin embargo, no me preocupa en exceso. Aún no ha llegado la hora de su partida y conseguiré hacerlo entrar en razón antes de que sea demasiado tarde. Al fin y al cabo, a eso es a lo que me dedico: soy restauradora del tiempo.




Dedicado a N y S, cuyos desesperados intentos por revivir un viejo reloj de cocina, me inspiraron esta historia :)


Si queréis conocer los proverbios, refranes y expresiones que cambiarán el mundo, pasad por
http://vforvegetarian.blogspot.com/

01 enero 2010

El miedo de las macetas




De niña a Gianna le gustaba observar los días de viento desde la ventana. Eran los únicos en los que sus gatos no ocupaban con mayestática sensualidad el alféizar. Por alguna razón, a sus pequeños felinos les asustaba ese fenómeno meteorológico. Ella lo achacaba al hecho de que a pesar de su curiosidad innata, el viento era uno de esos pocos incidentes diarios que no podían controlar.

Una tarde de diciembre, a pocos minutos de ponerse el sol, comenzó el baile individual de las ramas, las hojas y las bolsas de plástico. Gianna observó a un calcetín azulado acercarse indolentemente hacia el centro de la plaza. Se preguntó de quién sería y cuántas posibilidades tendría de reencontrarse con su pareja, pero la lluvia lo alcanzó oscureciéndolo y mezclándolo con la hojarasca.
El siguiente en desfilar fue un paraguas negro. Tenía algunas varillas sueltas. Posiblemente algún frustrado viandante lo hubiera arrojado a una papelera. Sin embargo, el parecía obcecarse en que aún tenía algo que aportar. La pequeña Gianna pensó que los paraguas de este color no deberían existir. De la misma forma que los colores vivos están mal vistos en los funerales, los colores oscuros y apagados o "anticolores", como ella los llamaba, tendrían que prohibirse en los días grises. Son crueles y jactanciosos, como esas personas que no pueden evitar añadir “te lo dije” cuando descubren que no has seguido su consejo.

En el punto álgido de violencia huracanada, una nueva actriz entró en escena: una maceta. Resquebrajada sobre el húmedo suelo, dejaba entrever las raíces de su huésped. A Gianna, sin saber muy bien porqué, esa imagen le recordó a un sádico documental sobre una tortuga separada de su concha.
Su mente comenzó entonces a saltar de una idea a otra. “Con un tiempo tan hostil, posiblemente, la lluvia arrastre a la planta hacia el río antes de ser echada en falta. ¿Sentirán más miedo las macetas que el resto de las cosas cuando hace viento?”.

Jugando a las diferencias del antes y el después, Gianna advirtió un hueco en el balcón de su vecina Isabella. No era la primera vez. Por algún motivo, ni ella ni ninguno de sus novios ponían a resguardo a sus plantas cuando hacía mal tiempo. Muchas acababan mutiladas o muertas. Sin embargo, Daria, la solitaria mujer de abajo, siempre las ponía a salvo ante el menor indicio.Y entonces fue cuando Gianna supo, sin que la idea hubiera alcanzado aún sus labios, que a pesar de que el viento era temido por todos, la gente se dividía, básicamente, entre los que se aferraban desesperadamente al blindaje externo de sus macetas y los que las exponían temerariamente, o, dicho de otra manera, entre aquellos que anteponían la soledad a la mala compañía y aquellos que, sin embargo, preferían estar mal acompañados que solos.


Con el 1 de enero llega mi primer aniversario como blogger. Tenía preparadas dos entradas, una bastante menos pesimista que la otra. Desgraciadamente, "las uvas" han elegido por mi...

Gracias a tod@s l@s que con sus comentarios (y su cariño) han alimentado mi blog :)
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